(Sigo con el relato que empezamos ayer sobre uno de los personajes más peculiares que me he encontrado en mis viajes. Recuerden que la primera parte de esta historia está aquí).
Estaba acompañado de otros dos hombres, más jóvenes los dos y uno de hecho muy joven: pensé que tendría unos 16 años, mientras que el otro, quizá hermano mayor del primero, parecía tener veintimuchos.
Ambos trataban al del traje a cuadros con una especial forma de respeto, algo reverencial, propia no sólo del trato a alguien de más edad o de la familia sino destinada a una persona con una especial posición dentro del círculo social.
No podía entender toda su conversación a pesar del empeño que ponía en ello (“espiar” a los vecinos de mesa es una de las más entretenidas ocupaciones a las que uno se puede dedicar cuando viaja solo), pero el Junior’s estaba lleno y era bastante ruidoso y yo no llevaba demasiado tiempo en la ciudad y mi inglés no estaba completamente engrasado.
De los retazos que iba cogiendo entendí que, a pesar de su estrafalaria indumentaria, el hombre del traje a cuadros debía ser reverendo, predicador o el cargo que correspondiese en alguna iglesia de la zona. Por otra parte, el más joven de los acompañantes había encontrado el camino de Dios no hacía mucho, después de una vida no demasiado ordenada que “ya había quedado atrás”, como decía el propio chico ante la aprobación de su hermano (supongamos que lo era) y del reverendo (supongamos también, puestos a suponer, que ese era su título).
La conversación quedaba frecuentemente interrumpida por personas que saludaban al reverendo, le presentaban a familiares suyos con frases como “este es el sobrino de que le hablé”. Él les hablaba amablemente, les hacía un par de preguntas, les daba alguna recomendación, les emplazaba a visitarle algún otro día…
Siguiendo un código que no logré desentrañar porque a mi todo el mundo me parecía muy similar, a algunas personas las respondía sentado en su sitio mientras que en el caso de otras, las menos, se levantaba y mantenía la breve conversación de pie, junto a la mesa.
Ya fuese de pie o sentado la gente que se acercaba a él le trataba con ese respeto reverencial del que les hablaba antes y que dejaba claro que ese hombre no era un miembro más de la comunidad, sino alguien con una especial preeminencia en ella.
Terminada ya la tarta hacía bastante rato, sin ganas de comer nada más y con el puente de Brooklyn esperándome decidí levantarme y salir de Junior’s y de ese mundo “billcosbyniano” para volver a la realidad neoyorquina.
Por supuesto aproveché para echar un último vistazo al reverendo y sus acompañantes y en ese momento no pude dejar de compararle con el único personaje con una posición similar que conozco bien: el cura de mi pueblo, que es un sujeto bastante deplorable (no por cura sino por otras "virtudes" que le "adornan") al que media parroquia no puede ni ver y con el que una escena similar sería imposible: ni estaría con esa actitud en un restaurante, ni la gente le saludaría con ese respeto ni, por supuesto, se pondría jamás un traje de cuadros verdes con una pajarita a juego.
Eso sí, con o sin traje, algo me dice que puedo estar seguro de que los sermones del reverendo de Junior’s son infinitamente mejores.
PD.: Lamentablemente, no hice una foto al reverendo, estaba demasiado cerca para “robarla” y no sabía muy bien como explicarle por qué razón quería fotografiarle sin que se notase que me parecía un bicho raro. Y no olviden que la primera parte de esta historia está aquí.
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