Puede que San Pedro no sea la iglesia más bella de Roma, pero desde luego es la más impresionante. Y no sólo es una cuestión de tamaño, en este caso lo grande es también grandioso y, sobre todo, causa un impacto en el visitante, completamente disminuido ante las columnas, las estatuas, el Baldaquino…
Supongo que en la impresión que causa cuenta y no poco la magia del lugar, su significación religiosa, su historia. Ya he comentado en alguna ocasión anterior (hablando de Jerusalén, de dónde si no) que los lugares santos tienen un atractivo especial y en Roma, que también es ciudad santa, la mayor parte de esa fuerza se acumula en dos puntos: el Coliseo y San Pedro (bueno, y también algo en las Catacumbas).
La experiencia viajera en San Pedro empieza mucho más allá de las puertas de la basílica, si me apuran se va experimentando desde buena parte de la ciudad, en los muchos lugares en los que podemos ver a lo lejos la tremenda cúpula de Miguel Ángel, más grande que la de la catedral de Florencia si bien no más bella, según se cuenta que dijo el propio artista.
La cosa va creciendo en intensidad cuando cruzamos el Tíber y se acerca a un primer clímax al adentrarnos en la Plaza de San Pedro y vernos rodeados por la inmensa columnata de Bernini, pero incluso después entrar en la iglesia propiamente dicha sigue maravillándonos y dejándonos, literalmente, con la boca abierta.
En la nave central, orgullosamente fundidas en el suelo, unas marcas señalan la longitud que alcanzan los siguientes templos cristianos más grandes del mundo: San Pablo, en Londres; la Catedral de Sevilla… edificios enormes cuyo inicio encontraríamos unos metros en el interior de San Pedro, que los empequeñece.
La basílica romana guarda maravillosas obras de arte, barrocos sepulcros de papas cuyo nombre no recordaríamos de no ser porque están allí, bajo una inmensidad de mármol y belleza. Pero además estas obras, San Pedro tiene puntos más puramente turísticos, lugares en los que hasta el menos apasionado por el arte disfruta de las vistas o del recorrido arquitectónico.
El más espectacular de ellos es la subida a la cúpula, que se hace por el estrecho (realmente estrecho) espacio entre la techumbre exterior y la decoración interior. Por ese pequeño hueco y a través de un empinada escalera que, además, nos obliga a subir inclinados hacia un lado para adaptarnos a la curvatura de la cubierta, llegamos a la torrecilla superior desde la que observamos el impresionante panorama de la Ciudad Eterna, con la plaza de San Pedro abriéndose a nuestros pies.
A mitad de camino habremos dejado el techo de la catedral, desde el que también podemos asomarnos a la plaza rodeados de las imponentes estatuas de antiguos santos, a menos altura (la cúpula sobrepasa los 130 metros) pero quizá en una posición que nos hace disfrutar más de los detalles.
Y en el lado contrario, bajo el nivel del suelo en lugar de sobre los techos, tumbas de santos y de papas, más mármol, más curiosidades, mucho más que ver, en suma.
Por supuesto, la visita al Vaticano (de un par de días como mínimo) debe completarse con un paseo por sus maravillosos Museos, pero de eso hablaremos otro día…
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